Hay un cuadro de Fernando Carballa en el que alguien, que sangra copiosamente, nos mira con una lupa, cuya lente aumenta con creces el tamaño de su ojo. No sabemos lo que escudriña o amplifica; lo que queda claro es que ese ojo, que nos mira inquietante, como el del viejo de El corazón delator de Poe, se vuelve el centro de atención de la mirada del observador y, a la manera de los juegos de espejos de los barrocos, nos mira a su vez y nos inquiere: ¿somos nosotros, los curiosos, los mirones, los observados? El cuadro se transforma en interrogante y en lugar de conocimiento. Un punto no para la contemplación absorta de la materia, sino para desmenuzarla, destriparla en canal, como en la matanza de un animal criado durante meses, y ojear sus vísceras, con el fin irremediable de encontrar sentidos, lazos o hilos. No se ofrecen respuestas o soluciones (ése es trabajo de los filósofos), el cuadro se vuelve mesa de sacrificio o disección sagrada. Fernando Carballa sigue así una poética del conocimiento,
como la poesía de José Ángel Valente, que rastrea el vacío y su reverso, esto es, la producción plural y misteriosa de la materia. Citando a Valente, “Quedar/en lo que queda/después del fuego,/residuo, sola/ raíz de lo cantable”/ (Fénix). La pintura de Fernando Carballa no contempla, no mira quieta el transcurrir del tiempo; va a su encuentro, lo atrapa y mira más allá de lo visible, metafísica transpasada por la materia, material único del artista.
De esa manera, la obra de Fernando Carballa muestra su coherencia, desde sus primeros cuadros, llenos de números y figuras y cuerpos vagabundos, que componen una pintura inquisitiva, hasta sus últimos trabajos, en los que el lienzo ha dejado paso a materiales extraídos de la propia naturaleza, redes de pescador, huesos de pescado, piedras, donde la metáfora de la disección o del destripamiento vuelve a ser pertinente, pues Fernando Carballa sigue desmenuzando la naturaleza, haciéndose preguntas y trabajando con la lupa, como un entomólogo que rastreara hasta altas horas de la noche un sentido en los insectos de su colección. El enunciador que subyace en los primeros cuadros de Fernando, un filósofo obsesionado con el espacio, ha devenido artesano, en el sentido más antiguo de la palabra, aquél que trabaja y pule los materiales concedidos por la naturaleza. El cuadro se ha abierto para incluir en su interrogación la materia con la que era creado. En la primera etapa de Fernando, la pintura era el soporte desde el que representar escenarios simbólicos de la materia; en su etapa más reciente, el propio soporte es el escenario simbólico, ya no una representación, sino el centro mismo de la pregunta, la oquedad o el vacío que permite toda posible creación, en la tradición que vincula arte y admiración de lo sagrado, arte y territorio secreto, indescifrable. De nuevo, Valente: “Convine retirarse tenuemente/ del espectáculo al que nunca se ha accedido,/ filtrar debajo de las puertas/ la forma leve de tu sombra”. He ahí el desafío, la labor de Fernando Carballa, que recorre toda su obra, la cual, de los imaginarios de horizontes ilimitados de las primeras obras, ha pasado a sugerir, a filtrar levemente, con sutilidad, las formas de la materia misma, no por conocida o cercana, menos asombrosa.
Repasando la obra de Fernando, es fácil comprobar cómo una serie de elementos simbólicos se repiten y reaparecen en sus cuadros, igual que si fueran las huellas que no puede evitar dejar un animal en su camino a través del bosque. Esas marcas delatan una de las constantes de la obra de Fernando: las herramientas conceptuales de las que dispone el individuo frente a una naturaleza atroz, informe e inhumana. Como los simulacros borgianos, la pintura de Fernando suele escenificar una batalla perdida: individuos que, aferrados a sus signos culturales (esferas, números, círculos, redes), luchan contra un vacío que los devora, una materia que se resiste a ser capturada bajo la forma de la matemática. De hecho, esa idea podría resumir el proyecto de la obra de Fernando Carballa: tramas contra un vórtice sin nombre, una obra como una forma de sortilegio o hechizo contra el absurdo, un rito para espantar el Mal. A la vista de la evolución de su obra, cabe señalar que el terror y la perplejidad ante la materia contingente (innombrable) ha cambiado. Ahora el ojo que nos miraba desde la lupa se ha retirado y el artesano nos deja observar la fascinación con la que la naturaleza trabaja y nos trabaja. Ruptura del marco de enunciación: el observador queda perdido ante la materia misma, que no deja, que no puede dejar de mirarle.
Raúl Cazorla